- Estás enferma mi amor, al final la cita no es mas importante que tú, me quedaré contigo, los dos solos, te haré té y te leeré bajito un par de cuentos interesantes que descubrí perdidos en una revista de los setentas.
- No es justo Manuel, hay gente esperándote y no los debes dejar plantados, esto es un resfriado, no le demos la importancia que no tiene, ellos te han preparado un homenaje, ve y después me cuentas.
- Solamente iré si me prometes que te cuidarás, recuerda que nos juramos que suspenderíamos todas las festividades si no te mejorabas.
- Vete, ya te dije que es una gripe mal cuidada. Le repitió Orieta con una ligera falta de aire.
Manuel agarró las llaves del carro, le dio un beso en la frente y enfiló el camino dejando a su mujer en la cama.
Por el camino la sentía toser con desesperación pero mientras se acercaba al restaurante los quejidos se fueron haciendo débiles, muy débiles, hasta desaparecer.
Manuel se engrasó los dedos tragando dos libras de carne de cerdo eufórico en el festejo mientras Orieta apretaba los suyos, sola, hundiéndose la glotis cuando el aire se escapaba, definitivo, de su endeble armazón.
Manuel se emborrachó feliz y sebáceo, Orieta se ahogó sin cielo y compañía.
AMAURY PÉREZ VIDAL / LA HABANA / 2013
lunes, 17 de junio de 2013
Loción de luna
A Jules Verne
–Los animales de la noche tenemos estas extravagancias.
Y ungiéndose los hombros, los pómulos y las cisuras de la nariz con la loción lunar sugerida, Tercisio me guiñaba un ojo y se disponía con su cuerpo débil como una caña brava a tomar el desinhibido baño de luna.
–Eso es lo que yo llamaría un lunático –repetía con sarcasmo Flora, enviciada con los intensos rayos solares que se le adherían como emisarios del ultravioleta dándole aquel tono sepia a su otrora espléndida tez.
–Mírame a mí –me decía–, tengo en la epidermis el sabor de mil cadenas de oro, cada poro refracta un punto dorado y eso enloquece a los hombres, y mira a Tercisio, tan transparente como una salamandra a punto de sucumbir aplastada por la tenebrosidad de sus libros abandonados.
La alusión zoológica y la referencia a los escanciados anaqueles me hizo recordar que era cierto: Tercisio ya no leía como antes, cuando era un frenético receptor de aventuras con Verne de cabecera que compartíamos, como quien descuartiza un secreto con el entrañable compinche de correrías. Mi lucidez rememoraraba la enjundiosa explicación que con visos científicos le dedicaba al De la Tierra a la Luna y las antropomórficas visiones que le provocaba el film de Melies sobre la capital historia de Jules. El viejo Tercisio dejó de leer cuando se obnubiló con el satélite lustroso.
Flora y Tercisio se conocían lo suficiente como para que en un acto de desprendimiento mutuo se enchufaran de tal manera que uno no llegara a percatarse de dónde empezaba él para terminarse ella, e hicieron un culto de aquellas vacaciones playeras que se prolongaban desde finales de junio hasta las postrimerías de agosto cuando los hijos jimaguas, cabezones consentidos, hiperquinéticos, tostados, llenos de cicatrices y torceduras de tobillo, se preparaban de mala gana para el fin del receso escolar, y al contrario de los niños corrientes rasgaban los coloridos cuadernos y rompían los lápices intentando legitimar la esterilidad de la escritura y el aprendizaje. Sin dudas alguna vez fueron felices, o al menos lo aparentaban.
Lentamente, el desinterés de Flora creció a medida que el tiempo transcurría y la vejez se asomaba peluda por los secos canales de su coexistencia; él sin inmutarse, embadurnado de aquella poción helada compuesta de cáscaras de cítricos, pasta dental, vinagre y sal, la ignoraba cuando se exponía a la luz, incluso cuando la oscuridad era cerrada o un aguacero primaveral sacudía la tierra con seductor ademán. Ya no se interesaban. Era obvio.
Flora, que conservaba aún una llamativa fuerza seductora, había encandilado a Benicio, el Benny, como lo apodaban todos, un negro escandaloso, bebedor, buena gente y bien dotado, que estableció un vínculo erótico con la madura Flor antes de que a Tercisio comenzara a erosionársele la piel tras su continua y duradera exposición al espectro lunar.
–Benny, acércate, mira a este viejo lo enlunado que está. ¿Qué me recomiendas que le frote? –le preguntaba insinuante, restregándose los pechos en los barrotes del ventanal.
–Frótale con un poco de esto –le contestaba lascivo, acariciándose la entrepierna con morbosa sonrisa.
Ella enloquecía con aquel gesto primario de el Benny y repasaba con cierta desilusión el miembro blanquecino con que se conformó cuando el amor hacia Tercisio era suficiente como para pasar por alto aquel “pequeño detalle.”
Claro, todo ocurría cuando los muchachos estaban ausentes o dormidos, pues aparentemente, lo supe más tarde, no se percataban del envite hormonal de su madre, menos del desamparo cutáneo de su extraño progenitor.
Uno de esos días surgió la maldita idea del espeso enjuague antiluna. ¿De quién fue la idea? Es una pregunta que no he logrado contestarme. Pudo haber sido de Flora, seducida por Benicio en complicidad con los vástagos, o a uno sólo de ellos en los domingos de sol, parrandas y cervezas que comenzaron a compartir desde que Tercisio dormía la jornada vespertina. ¿Quién sugirió el agua destilada entre cubos de hielo? ¿Quién la abrasiva pasta dental? ¿Quién el jugo de limón y naranjas agrias? ¿Quién la sal y el vinagre? ¿Quién convenció al entusiasta decano familiar a atenuar sus ampollas y ulceraciones con el extraño remedio?
Tenía que haber sido Flora, empeñada como estaba en reubicarse con el Benny, aunque tuviera que compartirlo con medio barrio, ella para esas horas querría quemar a Tercisio hasta que las membranas dérmicas lo dejaran en el hueso, y después, en un funeral digno de un demente, arrojar sus despojos por el túnel infinito de la luminiscencia divina donde se cocinarían para siempre. Flora la ignorante, Flora la espléndida, Flora la soleada, jamás acompañó sinceramente, se dijo después, la vida creativa de su sabio marido. El delirio lunético, como también lo nombraba, vino a ser la tapa que estranguló el frasco.
Con un sospechoso apego y manos amables con fuerza de crepúsculos, Flora le untaba hasta las uñas el desastroso extracto. Tercisio se abandonaba a la noche y el resplandor lunérico lo energizaba, sus lesiones sanaban, sanaron contra todo pronóstico, y su corteza se fortificó, rejuveneció hasta convertirse en el orgullo de la calle, y las jóvenes le dedicaban piropos y sensuales señales.
–¿Qué es esto? –vociferaba el Benny mientras se blanqueaba translúcido.
–¿Que pasó? –se lamentaba Flora cuando su cáscara se volvía opaca y desnutrida.
–¡¡¡Mamá!!! –gimoteaban los muchachos a punto del derroque.
Entristecí cuando, en el sepelio de Flora, el Benny y los gemelos, todos juntos, un ataúd cerca del otro parecían observarse sorprendidos con los ojos del más allá.
Tercisio fuerte como un mocetón y venturoso pronunció como despedida del funeral una frase que nadie, salvo yo, pudo comprender:
–Muchas gracias a todos por acompañarme. Los animales de la noche tenemos estas extravagancias.
Una sonrisa se descosió de sus apretadas comisuras mientras un flamante ejemplar del De la Tierra a la Luna de Jules Verne le destellaba bajo el brazo.
AMAURY PÉREZ VIDAL / LA HABANA / 2013
–Los animales de la noche tenemos estas extravagancias.
Y ungiéndose los hombros, los pómulos y las cisuras de la nariz con la loción lunar sugerida, Tercisio me guiñaba un ojo y se disponía con su cuerpo débil como una caña brava a tomar el desinhibido baño de luna.
–Eso es lo que yo llamaría un lunático –repetía con sarcasmo Flora, enviciada con los intensos rayos solares que se le adherían como emisarios del ultravioleta dándole aquel tono sepia a su otrora espléndida tez.
–Mírame a mí –me decía–, tengo en la epidermis el sabor de mil cadenas de oro, cada poro refracta un punto dorado y eso enloquece a los hombres, y mira a Tercisio, tan transparente como una salamandra a punto de sucumbir aplastada por la tenebrosidad de sus libros abandonados.
La alusión zoológica y la referencia a los escanciados anaqueles me hizo recordar que era cierto: Tercisio ya no leía como antes, cuando era un frenético receptor de aventuras con Verne de cabecera que compartíamos, como quien descuartiza un secreto con el entrañable compinche de correrías. Mi lucidez rememoraraba la enjundiosa explicación que con visos científicos le dedicaba al De la Tierra a la Luna y las antropomórficas visiones que le provocaba el film de Melies sobre la capital historia de Jules. El viejo Tercisio dejó de leer cuando se obnubiló con el satélite lustroso.
Flora y Tercisio se conocían lo suficiente como para que en un acto de desprendimiento mutuo se enchufaran de tal manera que uno no llegara a percatarse de dónde empezaba él para terminarse ella, e hicieron un culto de aquellas vacaciones playeras que se prolongaban desde finales de junio hasta las postrimerías de agosto cuando los hijos jimaguas, cabezones consentidos, hiperquinéticos, tostados, llenos de cicatrices y torceduras de tobillo, se preparaban de mala gana para el fin del receso escolar, y al contrario de los niños corrientes rasgaban los coloridos cuadernos y rompían los lápices intentando legitimar la esterilidad de la escritura y el aprendizaje. Sin dudas alguna vez fueron felices, o al menos lo aparentaban.
Lentamente, el desinterés de Flora creció a medida que el tiempo transcurría y la vejez se asomaba peluda por los secos canales de su coexistencia; él sin inmutarse, embadurnado de aquella poción helada compuesta de cáscaras de cítricos, pasta dental, vinagre y sal, la ignoraba cuando se exponía a la luz, incluso cuando la oscuridad era cerrada o un aguacero primaveral sacudía la tierra con seductor ademán. Ya no se interesaban. Era obvio.
Flora, que conservaba aún una llamativa fuerza seductora, había encandilado a Benicio, el Benny, como lo apodaban todos, un negro escandaloso, bebedor, buena gente y bien dotado, que estableció un vínculo erótico con la madura Flor antes de que a Tercisio comenzara a erosionársele la piel tras su continua y duradera exposición al espectro lunar.
–Benny, acércate, mira a este viejo lo enlunado que está. ¿Qué me recomiendas que le frote? –le preguntaba insinuante, restregándose los pechos en los barrotes del ventanal.
–Frótale con un poco de esto –le contestaba lascivo, acariciándose la entrepierna con morbosa sonrisa.
Ella enloquecía con aquel gesto primario de el Benny y repasaba con cierta desilusión el miembro blanquecino con que se conformó cuando el amor hacia Tercisio era suficiente como para pasar por alto aquel “pequeño detalle.”
Claro, todo ocurría cuando los muchachos estaban ausentes o dormidos, pues aparentemente, lo supe más tarde, no se percataban del envite hormonal de su madre, menos del desamparo cutáneo de su extraño progenitor.
Uno de esos días surgió la maldita idea del espeso enjuague antiluna. ¿De quién fue la idea? Es una pregunta que no he logrado contestarme. Pudo haber sido de Flora, seducida por Benicio en complicidad con los vástagos, o a uno sólo de ellos en los domingos de sol, parrandas y cervezas que comenzaron a compartir desde que Tercisio dormía la jornada vespertina. ¿Quién sugirió el agua destilada entre cubos de hielo? ¿Quién la abrasiva pasta dental? ¿Quién el jugo de limón y naranjas agrias? ¿Quién la sal y el vinagre? ¿Quién convenció al entusiasta decano familiar a atenuar sus ampollas y ulceraciones con el extraño remedio?
Tenía que haber sido Flora, empeñada como estaba en reubicarse con el Benny, aunque tuviera que compartirlo con medio barrio, ella para esas horas querría quemar a Tercisio hasta que las membranas dérmicas lo dejaran en el hueso, y después, en un funeral digno de un demente, arrojar sus despojos por el túnel infinito de la luminiscencia divina donde se cocinarían para siempre. Flora la ignorante, Flora la espléndida, Flora la soleada, jamás acompañó sinceramente, se dijo después, la vida creativa de su sabio marido. El delirio lunético, como también lo nombraba, vino a ser la tapa que estranguló el frasco.
Con un sospechoso apego y manos amables con fuerza de crepúsculos, Flora le untaba hasta las uñas el desastroso extracto. Tercisio se abandonaba a la noche y el resplandor lunérico lo energizaba, sus lesiones sanaban, sanaron contra todo pronóstico, y su corteza se fortificó, rejuveneció hasta convertirse en el orgullo de la calle, y las jóvenes le dedicaban piropos y sensuales señales.
–¿Qué es esto? –vociferaba el Benny mientras se blanqueaba translúcido.
–¿Que pasó? –se lamentaba Flora cuando su cáscara se volvía opaca y desnutrida.
–¡¡¡Mamá!!! –gimoteaban los muchachos a punto del derroque.
Entristecí cuando, en el sepelio de Flora, el Benny y los gemelos, todos juntos, un ataúd cerca del otro parecían observarse sorprendidos con los ojos del más allá.
Tercisio fuerte como un mocetón y venturoso pronunció como despedida del funeral una frase que nadie, salvo yo, pudo comprender:
–Muchas gracias a todos por acompañarme. Los animales de la noche tenemos estas extravagancias.
Una sonrisa se descosió de sus apretadas comisuras mientras un flamante ejemplar del De la Tierra a la Luna de Jules Verne le destellaba bajo el brazo.
AMAURY PÉREZ VIDAL / LA HABANA / 2013
Helena
–Estoy agotada –me dijo Helena–. No dejará de llover hasta que logre cerrar los ojos.
Se me escapó una sonrisa burlona que en nada se parece a mis sonrisas cortesanas, porque ella debía estar loca si pensaba que este diluvio que arrastraba sembradíos enteros, anegando las cosechas, los caminos, que creaba cortos circuitos y trifulcas del tránsito, eran responsabilidad suya.
La tarde se nos encimó mientras intentábamos calentar nuestros cuerpos al amparo de un paraguas.
–Tienen que ser negros, Edgar. ¿Cómo se sentirá el agua cuando en su vertiginosa caída se encuentre con esa multitud de colores con que visten ahora a los paraguas?
Volví a sonreír, pero fui más compasivo.
La complicidad de Helena y las sombrillas no era nueva. Cuando intentábamos salvarnos del tumulto e iniciábamos nuestras interminables pláticas diurnas, el sempiterno quitasol era un obstáculo para el apasionado topetazo de nuestras miradas. Ella, ante la inocente congestión de mis palabras, divertida lo cerraba, dejando su rostro a merced del agua, y su insoportable belleza, a dos cuartas de mis labios, la mostraba como el ser más perfecto, amable y provocativo del firmamento. Entonces el párpado, al más ligero movimiento, fibrilaba la llovizna, las gotas se detenían. El cielo acalambrado rugía, Helena era consciente de ello, sin voluntad retomaba la rigidez ocular, encendía las varillas, el viento se intranquilizaba y el mundo esparcía nuevamente los acordes del chaparrón.
En aquellas charlas acuosas me contó de su desinterés por las horas secas, de su admiración por las ciudades lloronas donde el rocío furibundo se atasca en las muescas de la madera y la devora, y de Irlanda, con sus campiñas verdes todo el año y sus encapotados seres desprovistos de luz.
–El musgo que azota las rocas me proporciona una fascinación de la que ya no puedo prescindir.
Yo la amaba. Por eso me acostumbré a sus vigías siempre atentos que anhelaban cualquier síntoma de descanso, pues el agua, irreverente, se convierte en obsesión cuando se descontrola, y Helena estaba segura de que lo que empezó siendo una particular forma de añadirle ingredientes atractivos a su vida, terminaría siendo lo que le pondría fin.
–Edgar, tienes que ayudarme ¿Hace cuánto nos conocemos, diez, quince, mil, tres mil días?
–¡Dime tú! No sé –le respondí–. Para mí la inmortalidad comenzó contigo.
–Se avecinan catástrofes infinitas, no logro cerrar los ojos, aunque sea una vez, para que cese el aluvión.
La verdad, no tomaba en serio sus advertencias, me sentía cómodo siendo observado, siempre escudriñado, pero notaba cómo ella, ajada, se convertía a pesar suyo y de mi consagración, en un animal húmedo, desconfiado, asustadizo, al acecho. Me conmovió cuando, balbuceando, imploró:
– Ciérramelos, yo no puedo.
Como la amaba, me entrené acariciando sus escurridizas pestañas, aunque sólo fuera por acompasar aquella locura que la atormentaba. Con todas mis fuerzas hundí los dedos en sus cuencas frías por la vigilia, pero de nada sirvió, los músculos que la mantenían siempre alerta estaban tan desarrollados que ni un batallón de camelias suspirando los harían arrepentirse.
Lo intenté todo, le planté sobre los párpados caracolas abandonadas, troncos de árboles fugados del Dublín idílico, alhajas robadas del cajón de las abuelas, pero con cada milímetro de éxito aparecía el sudor enunciando la eternidad del temporal.
Resignado me hice partícipe, y le juré enamorado que tampoco yo cerraría los míos, que seríamos dos los inculpados por cualquier desbordamiento, por cualquier desastre incalculable. Helena comprendió. Sin un guiño tomó mi mano y atravesamos juntos el umbral del alud arrasador.
AMAURY PÉREZ VIDAL / LA HABANA / 2013
Se me escapó una sonrisa burlona que en nada se parece a mis sonrisas cortesanas, porque ella debía estar loca si pensaba que este diluvio que arrastraba sembradíos enteros, anegando las cosechas, los caminos, que creaba cortos circuitos y trifulcas del tránsito, eran responsabilidad suya.
La tarde se nos encimó mientras intentábamos calentar nuestros cuerpos al amparo de un paraguas.
–Tienen que ser negros, Edgar. ¿Cómo se sentirá el agua cuando en su vertiginosa caída se encuentre con esa multitud de colores con que visten ahora a los paraguas?
Volví a sonreír, pero fui más compasivo.
La complicidad de Helena y las sombrillas no era nueva. Cuando intentábamos salvarnos del tumulto e iniciábamos nuestras interminables pláticas diurnas, el sempiterno quitasol era un obstáculo para el apasionado topetazo de nuestras miradas. Ella, ante la inocente congestión de mis palabras, divertida lo cerraba, dejando su rostro a merced del agua, y su insoportable belleza, a dos cuartas de mis labios, la mostraba como el ser más perfecto, amable y provocativo del firmamento. Entonces el párpado, al más ligero movimiento, fibrilaba la llovizna, las gotas se detenían. El cielo acalambrado rugía, Helena era consciente de ello, sin voluntad retomaba la rigidez ocular, encendía las varillas, el viento se intranquilizaba y el mundo esparcía nuevamente los acordes del chaparrón.
En aquellas charlas acuosas me contó de su desinterés por las horas secas, de su admiración por las ciudades lloronas donde el rocío furibundo se atasca en las muescas de la madera y la devora, y de Irlanda, con sus campiñas verdes todo el año y sus encapotados seres desprovistos de luz.
–El musgo que azota las rocas me proporciona una fascinación de la que ya no puedo prescindir.
Yo la amaba. Por eso me acostumbré a sus vigías siempre atentos que anhelaban cualquier síntoma de descanso, pues el agua, irreverente, se convierte en obsesión cuando se descontrola, y Helena estaba segura de que lo que empezó siendo una particular forma de añadirle ingredientes atractivos a su vida, terminaría siendo lo que le pondría fin.
–Edgar, tienes que ayudarme ¿Hace cuánto nos conocemos, diez, quince, mil, tres mil días?
–¡Dime tú! No sé –le respondí–. Para mí la inmortalidad comenzó contigo.
–Se avecinan catástrofes infinitas, no logro cerrar los ojos, aunque sea una vez, para que cese el aluvión.
La verdad, no tomaba en serio sus advertencias, me sentía cómodo siendo observado, siempre escudriñado, pero notaba cómo ella, ajada, se convertía a pesar suyo y de mi consagración, en un animal húmedo, desconfiado, asustadizo, al acecho. Me conmovió cuando, balbuceando, imploró:
– Ciérramelos, yo no puedo.
Como la amaba, me entrené acariciando sus escurridizas pestañas, aunque sólo fuera por acompasar aquella locura que la atormentaba. Con todas mis fuerzas hundí los dedos en sus cuencas frías por la vigilia, pero de nada sirvió, los músculos que la mantenían siempre alerta estaban tan desarrollados que ni un batallón de camelias suspirando los harían arrepentirse.
Lo intenté todo, le planté sobre los párpados caracolas abandonadas, troncos de árboles fugados del Dublín idílico, alhajas robadas del cajón de las abuelas, pero con cada milímetro de éxito aparecía el sudor enunciando la eternidad del temporal.
Resignado me hice partícipe, y le juré enamorado que tampoco yo cerraría los míos, que seríamos dos los inculpados por cualquier desbordamiento, por cualquier desastre incalculable. Helena comprendió. Sin un guiño tomó mi mano y atravesamos juntos el umbral del alud arrasador.
AMAURY PÉREZ VIDAL / LA HABANA / 2013
El hielo
Lo único que le importaba era el hielo. El hielo en cualquiera de sus formas geométricas, en bloques como los de las pescaderías, en minúsculas partículas como el de los granizados, o en su estructura preferida, los cuadriculados cubos con que enfriaba agua, refrescos, alcohol, jugos, batidos, frutas y hasta sopas, purés y salsas. Todo, o casi todo, debía estar helado, celestialmente gélido, glacial, insoportablemente congelado, que le quemara el paladar y apretara sus labios hasta alcanzar, en el espejo o al tacto, su mueca escogida, su rictus impersonal, el rostro que le había sido negado y con el que soñaba.
A sus padres, cuando era pequeño, les preocupaba aquella manía suya de embadurnarse los belfos con la escarcha de los viejos refrigeradores hasta que se le entumecía la sonrisa y su expresión contenía aquel vestigio fantasmagórico donde los dientes se desgajaban por encima de las mandíbulas. Con la adquisición de una nueva nevera, observaron con inquietud como, Narciso, que así se llamaba el niño, aprendía a llenar las cubetas de agua conteniendo la respiración para que no se derramara ni una gota que al cabo de un par de horas, en las que no se separaba del aparato, se convertía en aquellos cubos de agua rígida que, al extraerlos cuidadoso, y a modo de un transparente pintalabios, frotaba sobre los rebordes de su boca. Todo esto fue antes de que se hiciera adulto, eligiera el camino de la emigración, y viviera primero en España para terminar en Suecia en busca de frío. Allí donde durante medio año todo es níveo y hace que el paisaje se conforme en la insólita paridad entre nubes y tierra, Narciso desarrolló las técnicas del vino con hielo, la champaña con hielo, el chocolate con hielo y hasta el café con leche, con hielo, y con cada cubito, siempre tres, seguía un canon, un ritual que consistía en enfriar la copa o la taza dándole frenéticas vueltas, luego con la cuchara extraía despacio y cuidadoso cada cuadrito a punto de deshacerse y se los frotaba con mundana elegancia y estilo, sin tomar en cuenta a nadie, por sobre los labios hasta lograr que endurecidos y delgados conformaran su definición de la nobleza, lo que lo separaba de los aristócratas europeos; el hecho de ser un simple y desdichado bembón.
Luego vino el accidente. Narciso conducía su Mercedes a gran velocidad por una avenida de acceso a Estocolmo, una importante cita de trabajo lo impulsó a inmovilizar el pie en el acelerador, aquel verano mostró tanta inclemencia que el aire acondicionado del lujoso coche, aún a toda su capacidad, no lograba animar una temperatura que se le hacía infernal. Cada curva aparecía y desaparecía como suelen hacer las estrellas en una noche de tormenta, Narciso, enérgico, lamía y masticaba hielo atrapándolos con la lengua de un vaso de cristal como un saurio atrapa moscas, con oficio y confianza, mientras experto miraba de soslayo el espejo retrovisor. Fue entonces que un gigantesco trailer oscuro y dinámico, aparecido de quién sabe dónde, se incrustó en la fachada del Mercedes empotrando el rostro de Narciso contra el parabrisas reventándole todos los huesos de la cara y más; las clavículas, las muñecas, las rodillas, el cuerpo todo. Ante la emergencia los equipos de rescate acudieron de inmediato, una ambulancia lo trasladó a una de las postas médicas estratégicamente dispuestas cada cincuenta kilómetros donde algunos galenos hicieron lo imposible por salvarle la cara mientras otros le cortaban las piernas, los brazos, grandes trozos de mejilla y le extraían cristales hasta del cabello. Narciso, poseído por una euforia repentina e improbable y en perfecto sueco balbuceo ¡los labios! mientras los cirujanos dejaban caer sobre una plateada e higiénica bandeja aquellos inmensos pedazos de carne sanguinolenta.
Hoy vive aún en Estocolmo con una exultante alegría, bien guardado en un retiro para minusválidos, a su lado las conserjes de turno le sirven alimentos tibios por primera vez, cuando lo hacen y a una señal suya le acercan un espejo, y Narciso sonríe con una mueca aterradora, ya sin bembos, mientras afuera, impasible, la temperatura baja, la vegetación se hace delgada, severa, helada y nieva.
A sus padres, cuando era pequeño, les preocupaba aquella manía suya de embadurnarse los belfos con la escarcha de los viejos refrigeradores hasta que se le entumecía la sonrisa y su expresión contenía aquel vestigio fantasmagórico donde los dientes se desgajaban por encima de las mandíbulas. Con la adquisición de una nueva nevera, observaron con inquietud como, Narciso, que así se llamaba el niño, aprendía a llenar las cubetas de agua conteniendo la respiración para que no se derramara ni una gota que al cabo de un par de horas, en las que no se separaba del aparato, se convertía en aquellos cubos de agua rígida que, al extraerlos cuidadoso, y a modo de un transparente pintalabios, frotaba sobre los rebordes de su boca. Todo esto fue antes de que se hiciera adulto, eligiera el camino de la emigración, y viviera primero en España para terminar en Suecia en busca de frío. Allí donde durante medio año todo es níveo y hace que el paisaje se conforme en la insólita paridad entre nubes y tierra, Narciso desarrolló las técnicas del vino con hielo, la champaña con hielo, el chocolate con hielo y hasta el café con leche, con hielo, y con cada cubito, siempre tres, seguía un canon, un ritual que consistía en enfriar la copa o la taza dándole frenéticas vueltas, luego con la cuchara extraía despacio y cuidadoso cada cuadrito a punto de deshacerse y se los frotaba con mundana elegancia y estilo, sin tomar en cuenta a nadie, por sobre los labios hasta lograr que endurecidos y delgados conformaran su definición de la nobleza, lo que lo separaba de los aristócratas europeos; el hecho de ser un simple y desdichado bembón.
Luego vino el accidente. Narciso conducía su Mercedes a gran velocidad por una avenida de acceso a Estocolmo, una importante cita de trabajo lo impulsó a inmovilizar el pie en el acelerador, aquel verano mostró tanta inclemencia que el aire acondicionado del lujoso coche, aún a toda su capacidad, no lograba animar una temperatura que se le hacía infernal. Cada curva aparecía y desaparecía como suelen hacer las estrellas en una noche de tormenta, Narciso, enérgico, lamía y masticaba hielo atrapándolos con la lengua de un vaso de cristal como un saurio atrapa moscas, con oficio y confianza, mientras experto miraba de soslayo el espejo retrovisor. Fue entonces que un gigantesco trailer oscuro y dinámico, aparecido de quién sabe dónde, se incrustó en la fachada del Mercedes empotrando el rostro de Narciso contra el parabrisas reventándole todos los huesos de la cara y más; las clavículas, las muñecas, las rodillas, el cuerpo todo. Ante la emergencia los equipos de rescate acudieron de inmediato, una ambulancia lo trasladó a una de las postas médicas estratégicamente dispuestas cada cincuenta kilómetros donde algunos galenos hicieron lo imposible por salvarle la cara mientras otros le cortaban las piernas, los brazos, grandes trozos de mejilla y le extraían cristales hasta del cabello. Narciso, poseído por una euforia repentina e improbable y en perfecto sueco balbuceo ¡los labios! mientras los cirujanos dejaban caer sobre una plateada e higiénica bandeja aquellos inmensos pedazos de carne sanguinolenta.
Hoy vive aún en Estocolmo con una exultante alegría, bien guardado en un retiro para minusválidos, a su lado las conserjes de turno le sirven alimentos tibios por primera vez, cuando lo hacen y a una señal suya le acercan un espejo, y Narciso sonríe con una mueca aterradora, ya sin bembos, mientras afuera, impasible, la temperatura baja, la vegetación se hace delgada, severa, helada y nieva.
AMAURY PÉREZ VIDAL / LA HABANA / 2013
miércoles, 12 de junio de 2013
Palabras para Alan
Mi disco “Aguas”, grabado en 1979, año en que nació Alan Pérez García, creador y absoluto responsable de esta exposición, precipitó en este 2010 otras “Aguas” más caudalosas y auténticas. Estas que hoy nos presenta.
El ciclón Wilma azotó con incontrolable fiereza el borde de nuestra costa norte en octubre de 2005 y desató, en el entonces fotógrafo debutante, la ansiedad creadora. Dispuesto a capturar la contingencia se lanzó, cámara en mano, a registrar el evento sin otra pretensión que reportar el desastre para una televisora danesa. Cinco años después, y ya al corriente de la manipulación digital de las imágenes fotográficas, técnica desarrollada con fuerza en los últimos años, advirtió que nuestra bandera, con sus colores resplandecientes, podía trascender, a través de su inquieta mirada, la calamidad y el abuso al que nuestra condición de isla caribeña fue (y será lamentablemente) sometida ¿un amuleto, un resguardo, un rosario, un escapulario? ¿quién sabe? habría que preguntárselo.
Aunque yo no soy más que un simple observador del arte honesto y genuino y no un enjundioso especialista de las artes en ninguna de sus variantes, los años de bregar entre artistas plásticos de ésta y otras latitudes me hicieron detenerme respetuoso ante la entrega que en primera instancia me fue revelada por Alan. Rememoré ante la obra, sin euforias paternalistas, un trozo de canción de aquel disco del que hablaba al principio: “Donde me empuje el agua me iré, donde me lleve, siguiendo el curso raudo y tenaz de la corriente” cual no sería mi sorpresa cuando al preguntarle al autor como nombraría la exposición me respondiera con autoridad y suficiencia: Se llamará “Aguas” como aquel disco tuyo.
Me detendré un instante en las obras:“Ave de los residentes”, la bandera abraza al madero como un sudario. “Desagüe” viene a sugerirme que la bandera vuelve a lavar los restos de la inundación. En “Encierro”, “Reflejo”, “Revolución”, “Vigas” y “Pasamanos con Bandera” donde en las compuertas del túnel de quinta avenida aparece curando o aliviando los signos de la devastación. “Hope” (esperanza) se me figura una daga de césped rojizo, donde una saludable estrella verde se mantiene alerta, ensartando el brocal del conducto submarino. Me detengo en el aparecido emblema que como un ángel custodio protege el malecón habanero del atrevimiento de las aguas; véase “Sin título”, “Pare” y “Destello de mar”. La inclaudicable “Historia de Cuba” o la irónica “Piscina Popular” me descubren al final del recorrido que para retener la emoción y transferirla a la categoría de obra de arte se necesita de un talento singular que sólo los elegidos o los advertidos poseen.
Unos meses después de que el disco “Aguas” fuera editado, Alan era ya una evidencia en los brazos de sus padres, hoy, treinta y un años más tarde aquella certeza se convirtió en destello.
El ciclón Wilma azotó con incontrolable fiereza el borde de nuestra costa norte en octubre de 2005 y desató, en el entonces fotógrafo debutante, la ansiedad creadora. Dispuesto a capturar la contingencia se lanzó, cámara en mano, a registrar el evento sin otra pretensión que reportar el desastre para una televisora danesa. Cinco años después, y ya al corriente de la manipulación digital de las imágenes fotográficas, técnica desarrollada con fuerza en los últimos años, advirtió que nuestra bandera, con sus colores resplandecientes, podía trascender, a través de su inquieta mirada, la calamidad y el abuso al que nuestra condición de isla caribeña fue (y será lamentablemente) sometida ¿un amuleto, un resguardo, un rosario, un escapulario? ¿quién sabe? habría que preguntárselo.
Aunque yo no soy más que un simple observador del arte honesto y genuino y no un enjundioso especialista de las artes en ninguna de sus variantes, los años de bregar entre artistas plásticos de ésta y otras latitudes me hicieron detenerme respetuoso ante la entrega que en primera instancia me fue revelada por Alan. Rememoré ante la obra, sin euforias paternalistas, un trozo de canción de aquel disco del que hablaba al principio: “Donde me empuje el agua me iré, donde me lleve, siguiendo el curso raudo y tenaz de la corriente” cual no sería mi sorpresa cuando al preguntarle al autor como nombraría la exposición me respondiera con autoridad y suficiencia: Se llamará “Aguas” como aquel disco tuyo.
Me detendré un instante en las obras:“Ave de los residentes”, la bandera abraza al madero como un sudario. “Desagüe” viene a sugerirme que la bandera vuelve a lavar los restos de la inundación. En “Encierro”, “Reflejo”, “Revolución”, “Vigas” y “Pasamanos con Bandera” donde en las compuertas del túnel de quinta avenida aparece curando o aliviando los signos de la devastación. “Hope” (esperanza) se me figura una daga de césped rojizo, donde una saludable estrella verde se mantiene alerta, ensartando el brocal del conducto submarino. Me detengo en el aparecido emblema que como un ángel custodio protege el malecón habanero del atrevimiento de las aguas; véase “Sin título”, “Pare” y “Destello de mar”. La inclaudicable “Historia de Cuba” o la irónica “Piscina Popular” me descubren al final del recorrido que para retener la emoción y transferirla a la categoría de obra de arte se necesita de un talento singular que sólo los elegidos o los advertidos poseen.
Unos meses después de que el disco “Aguas” fuera editado, Alan era ya una evidencia en los brazos de sus padres, hoy, treinta y un años más tarde aquella certeza se convirtió en destello.
Debo agregar como dato final de estas breves palabras que Alan Pérez García es mi hijo mayor. Una obviedad de la que no puedo sentirme más que orgulloso, pero superando el amor filial y ante la faena culminada, está su confianza, que es la mía, de que la bandera que nos cobija es también alimento para el espíritu y aliviará los sinsabores de otros huracanes que esperan el momento propicio para desnudarnos el malecón.
¡Enhorabuena Alan!
Amaury Pérez Vidal/ La Habana/13 de agosto de 2010.
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