lunes, 17 de junio de 2013

Loción de luna

A Jules Verne
   

–Los animales de la noche tenemos estas extravagancias.

Y ungiéndose los hombros, los pómulos y las cisuras de la nariz con la loción lunar sugerida, Tercisio me guiñaba un ojo y se disponía con su cuerpo débil como una caña brava a tomar el desinhibido baño de luna.

–Eso es lo que yo llamaría un lunático –repetía con sarcasmo Flora, enviciada con los intensos rayos solares que se le adherían como emisarios del ultravioleta dándole aquel tono sepia a su otrora espléndida tez.

–Mírame a mí –me decía–, tengo en la epidermis el sabor de mil cadenas de oro, cada poro refracta un punto dorado y eso enloquece a los hombres, y mira a Tercisio, tan transparente como una salamandra a punto de sucumbir aplastada por la tenebrosidad de sus libros abandonados.

La alusión zoológica y la referencia a los escanciados anaqueles me hizo recordar que era cierto: Tercisio ya no leía como antes, cuando era un frenético receptor de aventuras con Verne de cabecera que compartíamos, como quien descuartiza un secreto con el entrañable compinche de correrías. Mi lucidez rememoraraba la enjundiosa explicación que con visos científicos le dedicaba al De la Tierra a la Luna y las antropomórficas visiones que le provocaba el film de Melies sobre la capital historia de Jules. El viejo Tercisio dejó de leer cuando se obnubiló con el satélite lustroso.

Flora y Tercisio se conocían lo suficiente como para que en un acto de desprendimiento mutuo se enchufaran de tal manera que uno no llegara a percatarse de dónde empezaba él para terminarse ella, e hicieron un culto de aquellas vacaciones playeras que se prolongaban desde finales de junio hasta las postrimerías de agosto cuando los hijos jimaguas, cabezones consentidos, hiperquinéticos, tostados, llenos de cicatrices y torceduras de tobillo, se preparaban de mala gana para el fin del receso escolar, y al contrario de los niños corrientes rasgaban los coloridos cuadernos y rompían los lápices intentando legitimar la esterilidad de la escritura y el aprendizaje. Sin dudas alguna vez fueron felices, o al menos lo aparentaban.

Lentamente, el desinterés de Flora creció a medida que el tiempo transcurría y la vejez se asomaba peluda por los secos canales de su coexistencia; él sin inmutarse, embadurnado de aquella poción helada compuesta de cáscaras de cítricos, pasta dental, vinagre y sal, la ignoraba cuando se exponía a la luz, incluso cuando la oscuridad era cerrada o un aguacero primaveral sacudía la tierra con seductor ademán. Ya no se interesaban. Era obvio.

Flora, que conservaba aún una llamativa fuerza seductora, había encandilado a Benicio, el Benny, como lo apodaban todos, un negro escandaloso, bebedor, buena gente y bien dotado, que estableció un vínculo erótico con la madura Flor antes de que a Tercisio comenzara a erosionársele la piel tras su continua y duradera exposición al espectro lunar.

–Benny, acércate, mira a este viejo lo enlunado que está. ¿Qué me recomiendas que le frote? –le preguntaba insinuante, restregándose los pechos en los barrotes del ventanal.

–Frótale con un poco de esto –le contestaba lascivo, acariciándose la entrepierna con morbosa sonrisa.

Ella enloquecía con aquel gesto primario de el Benny y repasaba con cierta desilusión el miembro blanquecino con que se conformó cuando el amor hacia Tercisio era suficiente como para pasar por alto aquel “pequeño detalle.”

Claro, todo ocurría cuando los muchachos estaban ausentes o dormidos, pues aparentemente, lo supe más tarde, no se percataban del envite hormonal de su madre, menos del desamparo cutáneo de su extraño progenitor.

Uno de esos días surgió la maldita idea del espeso enjuague antiluna. ¿De quién fue la idea? Es una pregunta que no he logrado contestarme. Pudo haber sido de Flora, seducida por Benicio en complicidad con los vástagos, o a uno sólo de ellos en los domingos de sol, parrandas y cervezas que comenzaron a compartir desde que Tercisio dormía la jornada vespertina. ¿Quién sugirió el agua destilada entre cubos de hielo? ¿Quién la abrasiva pasta dental? ¿Quién el jugo de limón y naranjas agrias? ¿Quién la sal y el vinagre? ¿Quién convenció al entusiasta decano familiar a atenuar sus ampollas y ulceraciones con el extraño remedio?

Tenía que haber sido Flora, empeñada como estaba en reubicarse con el Benny, aunque tuviera que compartirlo con medio barrio, ella para esas horas querría quemar a Tercisio hasta que las membranas dérmicas lo dejaran en el hueso, y después, en un funeral digno de un demente, arrojar sus despojos por el túnel infinito de la luminiscencia divina donde se cocinarían para siempre. Flora la ignorante, Flora la espléndida, Flora la soleada, jamás acompañó sinceramente, se dijo después, la vida creativa de su sabio marido. El delirio lunético, como también lo nombraba, vino a ser la tapa que estranguló el frasco.

Con un sospechoso apego y manos amables con fuerza de crepúsculos, Flora le untaba hasta las uñas el desastroso extracto. Tercisio se abandonaba a la noche y el resplandor lunérico lo energizaba, sus lesiones sanaban, sanaron contra todo pronóstico, y su corteza se fortificó, rejuveneció hasta convertirse en el orgullo de la calle, y las jóvenes le dedicaban piropos y sensuales señales.

–¿Qué es esto? –vociferaba el Benny mientras se blanqueaba translúcido.

–¿Que pasó? –se lamentaba Flora cuando su cáscara se volvía opaca y desnutrida.

–¡¡¡Mamá!!! –gimoteaban los muchachos a punto del derroque.

Entristecí cuando, en el sepelio de Flora, el Benny y los gemelos, todos juntos, un ataúd cerca del otro parecían observarse sorprendidos con los ojos del más allá.

Tercisio fuerte como un mocetón y venturoso pronunció como despedida del funeral una frase que nadie, salvo yo, pudo comprender:

–Muchas gracias a todos por acompañarme. Los animales de la noche tenemos estas extravagancias.

Una sonrisa se descosió de sus apretadas comisuras mientras un flamante ejemplar del De la Tierra a la Luna de Jules Verne le destellaba bajo el brazo.



AMAURY PÉREZ VIDAL / LA HABANA / 2013



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