lunes, 17 de junio de 2013

El hielo

Lo único que le importaba era el hielo. El hielo en cualquiera de sus formas geométricas, en bloques como los de las pescaderías, en minúsculas partículas como el de los granizados, o en su estructura preferida, los cuadriculados cubos con que enfriaba agua, refrescos, alcohol, jugos, batidos, frutas y hasta sopas, purés y salsas. Todo, o casi todo, debía estar helado, celestialmente gélido, glacial, insoportablemente congelado, que le quemara el paladar y apretara sus labios hasta alcanzar, en el espejo o al tacto, su mueca escogida, su rictus impersonal, el rostro que le había sido negado y con el que soñaba.

A sus padres, cuando era pequeño, les preocupaba aquella manía suya de embadurnarse los belfos con la escarcha de los viejos refrigeradores hasta que se le entumecía la sonrisa y su expresión contenía aquel vestigio fantasmagórico donde los dientes se desgajaban por encima de las mandíbulas. Con la adquisición de una nueva nevera, observaron con inquietud como, Narciso, que así se llamaba el niño, aprendía a llenar las cubetas de agua conteniendo la respiración para que no se derramara ni una gota que al cabo de un par de horas, en las que no se separaba del aparato, se convertía en aquellos cubos de agua rígida que, al extraerlos cuidadoso, y a modo de un transparente pintalabios, frotaba sobre los rebordes de su boca. Todo esto fue antes de que se hiciera adulto, eligiera el camino de la emigración, y viviera primero en España para terminar en Suecia en busca de frío. Allí donde durante medio año todo es níveo y hace que el paisaje se conforme en la insólita paridad entre nubes y tierra, Narciso desarrolló las técnicas del vino con hielo, la champaña con hielo, el chocolate con hielo y hasta el café con leche, con hielo, y con cada cubito, siempre tres, seguía un canon, un ritual que consistía en enfriar la copa o la taza dándole frenéticas vueltas, luego con la cuchara extraía despacio y cuidadoso cada cuadrito a punto de deshacerse y se los frotaba con mundana elegancia y estilo, sin tomar en cuenta a nadie, por sobre los labios hasta lograr que endurecidos y delgados conformaran su definición de la nobleza, lo que lo separaba de los aristócratas europeos; el hecho de ser un simple y desdichado bembón.

Luego vino el accidente. Narciso conducía su Mercedes a gran velocidad por una avenida de acceso a Estocolmo, una importante cita de trabajo lo impulsó a inmovilizar el pie en el acelerador, aquel verano mostró tanta inclemencia que el aire acondicionado del lujoso coche, aún a toda su capacidad, no lograba animar una temperatura que se le hacía infernal. Cada curva aparecía y desaparecía como suelen hacer las estrellas en una noche de tormenta, Narciso, enérgico, lamía y masticaba hielo atrapándolos con la lengua de un vaso de cristal como un saurio atrapa moscas, con oficio y confianza, mientras experto miraba de soslayo el espejo retrovisor. Fue entonces que un gigantesco trailer oscuro y dinámico, aparecido de quién sabe dónde, se incrustó en la fachada del Mercedes empotrando el rostro de Narciso contra el parabrisas reventándole todos los huesos de la cara y más; las clavículas, las muñecas, las rodillas, el cuerpo todo. Ante la emergencia los equipos de rescate acudieron de inmediato, una ambulancia lo trasladó a una de las postas médicas estratégicamente dispuestas cada cincuenta kilómetros donde algunos galenos hicieron lo imposible por salvarle la cara mientras otros le cortaban las piernas, los brazos, grandes trozos de mejilla y le extraían cristales hasta del cabello. Narciso, poseído por una euforia repentina e improbable y en perfecto sueco balbuceo ¡los labios! mientras los cirujanos dejaban caer sobre una plateada e higiénica bandeja aquellos inmensos pedazos de carne sanguinolenta.

Hoy vive aún en Estocolmo con una exultante alegría, bien guardado en un retiro para minusválidos, a su lado las conserjes de turno le sirven alimentos tibios por primera vez, cuando lo hacen y a una señal suya le acercan un espejo, y Narciso sonríe con una mueca aterradora, ya sin bembos, mientras afuera, impasible, la temperatura baja, la vegetación se hace delgada, severa, helada y nieva.


AMAURY PÉREZ VIDAL / LA HABANA / 2013


 

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