lunes, 10 de junio de 2013

La botella rusa

Conseguir las balas fue un suplicio, infinidad de gestiones sin resultado, por fin un revendedor me habló, porque guardaba seis relucientes, con la pólvora intacta y el casquillo dorado como un pez. Yo había heredado un viejo revolver 38, Smith and Weson de mi tío abuelo, el viejo Capitán Galdurralde, quien perteneció al ejército de Batista.

Si Leticia no hubiera sido tan buena amante, todo habría sido más fácil: poner el revolver en sus manos, pedirle que apretara el gatillo, y recibir el cálido impacto del plomo atravesándome las costillas… luego florecería sublime, pleno,… pero ella era tan buena amante, tan demente, que todo se complicó, y lo que empezó siendo un compasivo suicidio con mano ajena, terminó en una masacre de controvertidas resonancias.

El origen de mi deseo de morir estaba oculto desde antes de encontrármela aquella fría tarde de febrero. Andaba por el barrio haciendo jogging cuando mis ojos tropezaron con sus senos agresivos, gigantes, inapresables, me tocaron con desprecio en el leve paso a paso, imponentes luchaban por saltar desde el pulóver arrasando con lo que quedaba de mi ánimo, la cintura de mosca canturreó una desconocida melodía que me hizo oscilar de alegría y tropezar con una alcantarilla a medio abrir; ridículo traté de asirme al aire en un grotesco ademán y caí. Ella me miró, y su maldita sonrisa me insinuó un giro perturbado, sus manos amorosas me levantaron del suelo.

–Venga viejo, levántese, un tropezón lo tiene cualquiera, ¡eh! ¿tú no eres Álvaro, Alvarito, del bachillerato?

–Sí ¿y tú eres Leticia, no? –aunque sabía muy bien quien era, la incómoda situación no me permitía aceptar que la había reconocido al primer topetazo–. Perdón, es que caminaba distraído.

– ¡Qué gusto me da encontrarte muchacho! ¿Qué tiempo hace que no nos vemos?

– ¿Le llamas a esto muchacho? ¡Muchacha eres tú! ¿No me confundiste con un anciano?

–Sólo eres un poco mayor que yo, eso fue una tonta apreciación, si casi el otro día terminamos los estudios, ¿vives por aquí?, ¿te acompaño a tu casa?, digo, si no soy inoportuna, debes vivir con alguien, y las esposas se espantan conmigo.

–No, vivo solo, bueno, con un perro llamado Late que es muy distraído y dormilón, no muerde ni ladra, oye, contigo se espanta cualquiera– le dije lisonjero, y me enderecé adquiriendo una postura que creía perdida.

–Me encantan los perros, vamos, te acepto un café.


El camino a casa estuvo poblado de trivialidades, Leticia conservaba además de su prodigioso cuerpo, un repertorio de historias banales que aterraba, era la misma belleza juvenil que conocí y con el mismo cerebro poco desarrollado, relleno de estopa e insectos nocturnos revoloteándoles dentro. Preguntó con insistencia por mi amigo Andrés como único tema en el que coincidíamos, recordé que se gustaban y supuse algún affaire sepultado en las infinitas aristas del sexo adolescente.

–Me encantaría volver a verlo –repetía en cada movimiento de la mínima travesía.

–Lo llamaremos llegando a casa –dije con desánimo, en lo profundo no deseaba ese reencuentro.

Leticia era perfecta para mis planes, toda vez que Andrés había renunciado al acto que con tanta pasión le pedí… esa cabecita era más fácil enrolar en la complicada operación homicida que me proponía, pero ¿cómo?, tendría que ser un acto estúpido, sin mucha elucubración… esta simple y bella mujer me disparó la alerta, movió el recurrente anhelo de despedirme de este mundo como lo había soñado… para una vida tan insulsa como la mía el suicidio era lo lógico, lo natural, lo común, no, yo quería mi asesinato, y con Leticia se me presentaba la oportunidad, no la dejaría pasar. Eso iba pensando, cuando sus palabras me sacaron del embeleso:

– Es muy acogedor tu apartamento –fue la primera babosada que soltó la ninfa traspasado el umbral del miserable domicilio, porque si había algo mal compuesto, descuidado, sucio y destartalado en este mundo, ese algo era mi casa. Late ni se dio por enterado de la visita y continuó dormitando su perruna tarde.

– ¡Qué bonito animal! –mentía.

Revisó con ojos de inspector autoritario los cuatro o cinco afiches que Muñoz Bachs me regaló cuando era el artífice gráfico de la imagen del Nuevo Cine Nacional.

–Tienen bastante polvo, nada que no se pueda solucionar con un paño húmedo –dijo la belleza revolcándome la cocina tras un trapo con el que espantó las partículas acumuladas sobre los bastidores de madera en los que languidecían los longevos posters, mientras lo hacía me ordenó:

–Alvarito, yo friego los trastos de la cocina y hago café, tú llamas a Andrés ahora mismo, no quiero irme sin verlo.

De mala gana atrapé el teléfono y marqué su número. Habíamos dado cuenta de la tercera colada de café cuando tocaron a la puerta. Yo no había logrado apartar la mirada de los senos conmovedores y monumentales de Leticia, el deseo me consumía mientras ella parloteaba sobre todas las sandeces que deshidratan este mundo, tirando por el fregadero lo esencial, lo misterioso, lo inteligente, cada vez que con afán higiénico restregaba las exiguas tacitas. Abrí la puerta a un Andrés ansioso.

– ¿Dónde está? –preguntó agitado.

–Ahí –dije señalándola.

– ¡Leticia! –la saliva se le estrujó en los labios para después, mártires de la respiración, salir disparadas como proyectiles contaminando la sala–. ¡Estás bellísima!

– ¡Y tú estas igualito! –cascabeleó la divina poniéndose de pie y alargando su boca hasta estrellar un beso sonoro y lascivo en su cachete.

Mi madre decía que cuando te lanzan una expresión como esa: ¡estás igualito! es que estás acabado, pero Andrés no se dio por enterado hundiendo sus ojos en el incitante escote, se sentó a su lado, y durante media hora se olvidaron de que existía un tipo llamado Álvaro, nacido y criado en Miramar, sobrino nieto del Capitán Galdurralde, es decir, yo. Aunque en ese tiempo pude elaborar mi plan definitivo.

Lo interrumpí algo sobrexcitado y saqué a relucir el tema de los asesinos, y su necesario aporte al control poblacional. Mi compañero de curso, mi colaborador en los asuntos del alma, con los ojos saliéndose de sus órbitas, me refutó:

– ¡No vengas con esa historia otra vez! Mira que tenemos una invitada especial.

–Cierto, ya que es tan especial ¿por qué no jugamos a la botella con el revolver de mi tío abuelo y nos vamos quitando una prenda cada vez, como en los viejos tiempos?, será muy divertido.

– ¡No! –la respuesta contundente de Andrés.

– ¿Por qué no? –la salida provocadora de Leticia.

– ¡Fantástico! –ataqué diligente dirigiéndome al armario y presentándoles el lustrado revolver Smith & Weson.

– ¡Ay, Dios mío! –fue lo último que le escuché rezongar a Andrés pasándose una mano por la frente. Leticia, la sensual, se mofaba de él con insinuación.

Frente a sus caras saqué las balas intactas del revolver, para enseguida, en un acto de malabarismo volver a colocarlas en su recámara sin que ninguno de los dos se percatara. Nos servimos sendos vasos de un ron claro, nos acomodamos en el piso, y colocamos el revolver en el centro. Andrés sudaba copiosamente lo que hizo a Leticia susurrarle:

–Yo te conozco desnudo ¿a qué le temes? –le guiñó un ojo e hizo girar el arma sobre el opaco suelo. Luego de dar decenas de vueltas sobre sí mismo, se detuvo con el ojo del cañón entre las piernas de Leticia, yo, alebrestado, le impuse un castigo:

– ¡Las botas! –estaba loco por verle los pies.

Como esperaba, tenía los dedos perfectos, con la asimetría de un arpa, las uñas perladas, en esos dedos limpios y cortos se podía esconder todo el placer del mundo, me erotizaba verlos libres de su jaula de cuero.

–Ya estoy descalza, hagan girar esa cosa otra vez, te toca a ti Andresito –dijo entre subversiva e ingenua.
El revolver fue impulsado por las excitadas manos de mi amigo, el revolver arañó con la culata las baldosas deteniéndose, justo, en el límite de sus rodillas.

– ¡Caíste! –saltó feliz Leticia–. Yo pongo el castigo, a ver, te pondré dos para ir más rápido: los zapatos con las medias y el pantalón.

Andrés, pálido, se despojó de los mocasines y las medias tirándolos sobre el sofá, se desabrochó el cinto, se despojó veloz de los jeans dejando ver unos diminutos calzoncillos que contenían un bulto demasiado generoso para su escuálida estructura.

–Tal y como te recordaba, aunque parece que algunas cosas crecen con los años –apuntó socarrona, sin prejuicios.

– ¡Vamos de nuevo, ahora te toca a ti lindura! –la frase cursi nos hizo carcajear.
Esta vez el revolver se deslizó uniforme, parecía no querer detenerse hasta que al fin se plantó apuntando hacia los firmes tobillos donde descansaba una cadenita dorada.

– ¡El pulóver! –grité babeante.

Deshinibida, cruzó las manos por sobre su cabeza y se quitó la pieza. Brotaron sus inmensos pechos de pezones rosados, deliciosos, con una aureola perfecta rematando el espectáculo. Sentí llegar la erección y mal disimulé la expresión de aberrado decano. Presentí que a Andrés le sucedía lo mismo, la tensión en su rostro lo delataba, la curiosidad me hizo requisarle la entrepierna, y allí estaba su miembro, estirando el pescuezo a punto de destrozar la tela del calzoncillo. Estábamos los tres locos de excitación, el gozo de Leticia se hacía evidente en cada poro de su cuerpo, el juego estaba tomando un rumbo impredecible.

– ¡Continuemos, te toca a ti Álvaro! –gritó ella cortando la tensión del instante, si Leticia no hubiera tenido esa rápida salida nos habríamos lanzado violando su exagerada armazón, sin vergüenza, sin clemencia, marcando con nuestros dientes el territorio de sus senos, devorándolos a dentelladas.

Le di vueltas al revolver con tal fuerza que se me lastimó una vieja ampolla, la boca del 38 se detuvo desafiándome, y antes de que alguno de los dos señalara el castigo, me desnudé olvidando mis pudores y ataduras, dejando expuesto mi huesudo cuerpo con su pene grueso, largo y vigoroso. Leticia, sin pronunciar palabras estiró el brazo y lo apretó entre sus dedos antes de llevárselo a la boca.

– ¡Esto no me lo esperaba yo! –dijo Andrés lanzándose sobre las nalgas de la dama, le levantó la saya, le bajó las pantaletas y presentó su virilidad entre aquellas dos maravillas a la vez que manoseaba sus senos convertidos ya en dos pequeños torpedos. Los gemidos aumentaban, ya en el paroxismo, Andrés la penetró mientras ella seguía succionándome, sentí que me apretaba los glúteos impulsándome con fuerza dentro de su boca, los tres nos retorcíamos en una apasionada danza; como para que durara el placer, Andrés se salió de ella agarrando el revolver en un juego sexual, lo paseó por su vulva, rozándole el clítoris primero y apretando el gatillo divertido después ¡¡¡PUM!!!... Un estallido inolvidable me paralizó. Leticia comenzó a desangrarse.

– ¡¿Qué pasó?! ¡¿Qué he hecho?! ¡No le quitaste las balas hijoeputa!

–me gritó exasperado Andrés cuando una resonancia rebotaba en la sala.

– ¡Este es el momento, dispárame! ¡No tienes opción Andrés! –le grité incitándolo, dándome yo mismo golpes en el pecho para provocarlo. – ¡Atrévete esta vez, carajo! ¡Tírame al corazón, no tienes opción!

– ¡Sí la tengo cabrón! –acercándome el Smith & Weson, lo agarró por el cañón, lo incrustó en mi mano, se apuntó al pecho, y con su dedo sobre mi dedo apretó nuevamente el percutor, el esternón se le partió en mil pedazos, un boquete espantosamente ancho con las orillas requemadas dieron cuenta de su cuerpo lanzándolo contra el sofá.

La policía me sacó a empujones, esposado, semidesnudo en medio de los alaridos de los vecinos de ¡Asesino! Late no me prestó atención, lo dejé olfateando los ensangrentados cuerpos de mis compañeros de orgía.

Creo haber visto la botella rusa dar vueltas sin cesar cuando el pelotón de fusilamiento desentonó la descarga coral.


AMAURY PÉREZ VIDAL / LA HABANA / UN DÍA CUALQUIERA DE LOS 2000.


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