miércoles, 28 de octubre de 2020

Los doctores Ofelia y Ramón

Un cuento con un poco de surrealismo y suspense.

(Para mi editora y hermana Mayda Bustamante).

La doctora Ofelia, ginecóloga diplomada con honores, y el cirujano Ramón, con más de quince años de elogiado trabajo en la sala de alumbramientos del hospital Máximo Gómez, presumían de una relación amorosa a fuerza de espéculos y anestesias.

Llevaban casados unos trescientos meses (así les gustaba señalar el tiempo de su comunión vivencial) y eran la desazón de otras parejas que con alguna diferencia (semanas a veces, años otras) en el largo de sus relaciones, convivían con ellos en el hospital. A cualquier hora, en las consultas, en los pasillos, en algún rincón, se prodigaban muestras del cariño más sólido que pudiéramos conocer, y para que lo voy a negar; me moría de envidia cuando tropezaba con ellos, porque, yo, recién graduada de enfermería, no había logrado sostener un romance más allá de los tres primeros besos con alguno de los internos que hacía sus prácticas en la clínica donde me ubicaron después de una corta y apresurada preparación como asistente de neonatólogos.

Los comentarios respecto a su soñado matrimonio saltaban en las comidillas que se desplazaban tras los almuerzos y en las angustiosas horas de las guardias médicas, dejándonos a todas con una sensación de derrota e infelicidad imposibles de disimular.

Una fría mañana de enero, en sustitución de la jefa de enfermeras que habitualmente atendía los partos de las “pacientes importantes” (ella misma estaba de parto a esa hora) fui reclamada con urgencia al salón de operaciones.

La reinaugurada institución estaba provista de un sofisticado sistema de grabaciones, que registraba en video hasta el detalle el comportamiento de los galenos y las pacientes.


Todavía me estremezco de lo que fui testigo: Los doctores Ofelia y Ramón, sin reparar en los presentes, se echaban en cara sus respectivas faltas profesionales, la inutilidad de aquel o este procedimiento, la inconsistencia de su aprendizaje, la falta de interés humano y decenas de improperios más, mientras proseguían como autómatas sus movimientos con rutinario desdén, y sus voces eran amortiguadas a travez de una mascarilla color verde esperanza, llegaron al colmo cuando arrojaron el instrumental a punto de lastimar a la criatura que estrenaba sus primeros gemidos, el remate no pudo ser peor; se mandaron al carajo cuando desabotonaban sus batas y se quitaban los sanguinolentos guantes, dando sendos portazos a la salida de la estancia.

Yo, espantada, aunque ciertamente eufórica, convencida de que nadie ni nada es perfecto, corrí hasta la sala de control, y valiéndome de mi astucia, logré que el apuesto operador me facilitara una copia de la filmación, volé al salón de enfermeras llamando a mis compañeras para disfrutar de tan sorprendente espectáculo y demostrarles que el comportamiento público ejemplar de aquella pareja, no era más que una farsa bien montada, diseñada para infelices.
Todas nos sentamos ante el monitor, apreté el play del diminuto dvd con la emoción desenganchada en la yema de mi dedo.

La imagen sostenía, en vivos colores, los movimientos corales de los dos galenos, dedicándose tiernas y aprobatorias miradas ante cada eficaz desenvolvimiento mientras en silencio desempeñaban su tarea. Por mucho que subí el volumen, sólo se escuchaba el seco sonido del higiénico instrumental. Al final de la cinta acercaban emocionados al bebito para que la sudorosa madre le acariciara y contara sus deditos, luego se dieron un tibio beso, ayudándose a desanudar las batas y extraer los respectivos guantes. Confundida pulsé la pause del dvd player en vez del stop.
Ese día presenté mi renuncia al director, entregué el título y me marché ante las burlas del gremio de enfermeras en pleno.

Cada tarde, entre las seis y las siete, de lejos, los veo descender del coche, tomados de la mano, desbordando su dicha.
Aún gira en mi cabeza la imagen congelada de Ofelia y Ramón mirándome sarcásticos desde la pantalla.

Amaury Pérez Vidal

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