miércoles, 22 de abril de 2020

El General San Martín

(Para Jose Maria Vitier y familia que tanto la disfrutan) ésta la enconcontré entre mis cosas.

Por Amaury Pérez Vidal

Desde que tengo memoria como cantautor participo en las mal llamadas “actividades político-culturales”, que por suerte son cada vez menos, pues consumen tiempo y la resultante artística no vale la pena, normalmente. Las actividades son un pretexto para celebrar lo mismo un cumpleaños, que una efemérides, que una gesta libertadora, un funeral o cualquier otra cosa.

Alguien pronuncia unas palabras, un discurso, o varios, y después “como colofón, y para cerrar con broche de oro” el artista canta un tema o dos, alusivos o no al verdadero sentido de la actividad, y se acabó lo que se daba. A veces, según sea el pedigrí de los auspiciadores del “acto” —como también se le llama—, hay un brindis, discreto u opulento, y los participantes llegan, en medio de la comelata y bebedera, a olvidar de qué trató a lo que fueron convocados.

Un domingo, tarde en la noche —cerca de las doce—, hace unos diez años, después de haber tenido una fiesta en mi casa, ya solo, totalmente intoxicado de alcohol y puros, recogiendo como podía vasos y botellas vacías, recibí una intempestiva llamada telefónica. Dando traspiés salí al teléfono. Al otro lado de la línea alguien que se identificó como el “General San Martín” me invitaba al día siguiente a una actividad para celebrar un aniversario más del natalicio del Apóstol de Cuba José Martí. Toda vez que yo había grabado en 1978 un disco con una pequeña selección de su poesía, era normal que cada 28 de enero, o los 19 de mayo, día de su caída en combate, me invitaran a actividades, y martirizaran a los escuchas radiales poniendo mis canciones martianas una y otra vez. Únicamente esos días en todo el año, nunca jamás en los otros 363. Suficiente pensarían.

La actividad era nada más y nada menos que ¡a las ocho de la mañana!, dato que no advertí en mi etílico desenfado, porque de haberlo hecho tendría que haberle respondido al “General” que no era posible en absoluto.

Pero no lo hice, y he aquí que a las 7.00 a.m. estaba yo de pie, sacado a empellones de la cama por mi esposa que la noche anterior había sentenciado: “¡Te levantas y cumples con ese compromiso! ¡Quién te manda a decirle a alguien que irás a algo en el estado en que estás!” A punto de dormirme y mientras el cuarto todo giraba dentro de mis pocas neuronas activas, repliqué: “¿Y commmo le voy a decccir que nooo al “General San Martín”? Y ella ebria, pero de furia, no de bebidas espirituosas, me respondió: “¡Qué General San Martín ni qué ocho cuartos: era el Teniente Coronel Martín! El General San Martín se murió hace siglos!” (ella había escuchado el diálogo por el otro teléfono).

Con una resaca (cruda, para los mexicanos) que no permitía que caminara en línea recta, me monté en un carro militar y me llevaron a un sitio que es, o era, no sé, la sede del Departamento de Seguridad Personal adscrito a las FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias). Allí no me estaba esperando ni el Teniente Coronel Martín y ni siquiera el heroico fantasma del General sudamericano. Allá a lo lejos descubrí, mientras buscaba a alguien que me diera una señal de en qué consistiría el orden de la dichosa actividad, pues ya no lo recordaba, a un trío de ancianos con guayaberas y guitarras, e intuí que también formaban parte del elenco artístico tempranero. El nombre del trío no podía ser más desconcertante: Trío DDLF. Cuando les pregunté, en medio de mi malestar e intenso dolor de cabeza, qué significaban esas siglas, me contestaron risueños: “¡Trío Desmovilizados de Las FAR!” Vaya nombrecito, pensé, mientras miraba patidifuso el bisoñé de uno de aquellos entusiastas vejetes que estaban más fuertes y derechos que yo.

Después de las palabras de rigor, pronunciadas por un recluta de última adquisición, una empalagosa conductora presentó al trío que interpretó una angustiosa mezcla de la Guantanamera con un bolero profundamente antimartiano, ya que hablaba de bares, rones y cantinas, haciéndome recordar, nervioso, mi festiva noche anterior. Y entonces… ¡¡¡llegó mi momento!!! Me anunciaron como si fuera una atracción circense, el hombre elefante o la mujer barbuda, y más o menos logré llegar al escenario con cierto equilibrio y prestancia.

Pocos me aplaudieron: a las ocho de la mañana no muchos están dispuestos a mover las palmas por nada a no ser para matar mosquitos. Dentro de mi cerebro un ángel y un diablillo se enfrascaban en una delirante batalla. El ángel me decía: “Canta Amaury, termina y vete”. El diablillo insistía en que dijera unas palabras. Demás está decir que ganó el diablillo.

Comencé dándole al escaso público presente ¡las buenas noches!, lo que provocó algunas risitas burlonas. Acto seguido, en un malhadado intento de armonizar con el ambiente militar agregué: “¡Quizás los más jóvenes no sepan que yo he colaborado con los compañeros de la seguridad personal!” En ese momento noté una mirada de interrogación entre los militares allí reunidos, y dentro de mí pensaba: “¿En qué he colaborado, Dios mío?”, pero no alcanzaba a detenerme y les dije, ya totalmente fuera de juicio: “Ustedes se preguntarán: ¿en qué ha colaborado Amaury con nosotros? Pues les diré: cuando estamos en alguna actividad donde ustedes participan y me dicen que no puedo pasar por algún sitio, ¡yo no paso! ¡En eso consiste mi colaboración!”

Aquello provocó una carcajada demente y colectiva. Yo entonces inicié malamente los primeros acordes de mi canción “Acuérdate de abril” —que nada tenía que ver con el festivo aniversario del natalicio de Martí—, repitiendo, ante el desconcierto del exiguo auditorio, el mismo verso inicial una y otra vez por cuatro minutos, porque había olvidado la letra.

Al fin, me bajé apenado de la tarima de hormigón y desaparecí antes de que el Teniente Coronel Martín, en primera fila, pudiera hacerme comentario alguno.

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